El sábado 12 de Octubre de 1996, decidí quedarme en casa a ver el fútbol. El Barcelona jugaba la séptima jornada de Liga frente al Compostela en el estadio de San Lázaro. Había sido un verano de muchos y variados fichajes y estaba tomándole el pulso al nuevo campeonato.
El partido, de claro dominio visitante, parecía no tener nada que ofrecer a raiz del segundo gol del Barcelona (0 - 2). Fue en ese instante cuando emergió la poderosa figura del número 9 del Barcelona, era un chico con cara de niño, cabeza rapada y piernas musculosas.
El partido, de claro dominio visitante, parecía no tener nada que ofrecer a raiz del segundo gol del Barcelona (0 - 2). Fue en ese instante cuando emergió la poderosa figura del número 9 del Barcelona, era un chico con cara de niño, cabeza rapada y piernas musculosas.
Recogió el esférico en su propio campo para, en un abrir y cerrar de ojos, depositarlo en el fondo de las mallas del equipo gallego, valiéndose de una zancada, una potencia y una coordinación que nunca antes había visto. Enseguida entendí que había presenciado algo único y tenía la sensación de que no sería la última vez que aquel chico, al que llamaban Ronaldo, me dejase los ojos como platos...
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